Soñé subir a la cumbre
de aquellas altas montañas,
pues su ondulado horizonte
parecía que tocaba
al inalcanzable cielo,
al que nunca nadie alcanza.
¡Qué alegría al imaginarlo!
Mi corazón palpitaba
a un ritmo acelerado
y casi me emocionaba.
¿Qué pasará allá en lo alto?
¿Tendré los cielos, o nada?
¿Valdría la pena llegar
si es que en verdad yo llegaba?
Subí ascendiendo despacio,
por senda que marca un mapa,
muy pendiente, tortuosa,
por eso llegué cansada,
mas cuando abro los ojos,
tremenda emoción me embarga.
El cielo sigue muy alto,
mas si hacia abajo miraba,
me sentía en la gloria
al ver lo que contemplaba
que sin duda era un premio,
regocijo para el alma.
En lo alto de esta cima,
en bella cumbre dorada,
contemplo al sol ocultarse,
tras otra cumbre lejana.
¡Qué extraño es el horizonte,
crees tocarle y se alarga!
No existe, nunca es real,
se esfuma como un fantasma.
Todo llega, todo pasa,
el sol volverá mañana.
Mientras tanto, abajo el valle,
con las sombras ya alargadas,
va oscureciendo el color
que todo el día mostraba.
El pueblo queda en silencio,
las personas ya descansan,
los perros, fieles guardianes,
sienten lo extraño y ladran.
Los pajaritos cantores,
en sus nidos se resguardan.
Todo es paz, todo armonía,
a los pies de esta montaña.
Nosotros vamos bajando
de la cumbre por las faldas,
hasta llegar a sus pies,
desde donde contemplara,
esta gran belleza ignota,
el objeto de mi hazaña.
¿Que si ha valido la pena?...
Cumplí el deseo que soñara,
gocé lo desconocido,
caminé en la montaña,
contemplé el atardecer,
desde la cima más alta.
No pude tocar el cielo,
tocarle es ilusión vana.
Aprendí que el horizonte,
constantemente cambiaba.
Ahora sé que nunca, nunca,
todo lo deseado se alcanza,
pero aprender cada instante,
a disfrutar lo que agrada,
aunque no sea lo anhelado,
es una lección muy sabia.
Me quedo con lo aprendido,
con bellezas que me agradan,
satisfecha del esfuerzo
y mucha alegría en el alma.